SIERRAS DE FUEGO. Argentina, 1921.
Sinopsis
Meses antes de las elecciones de 1922, mientras gobierna el país Hipólito Yrigoyen, la pugna entre las tendencias de derecha e izquierda es intensa en Argentina. La alta sociedad vive enamorada de Europa, mientras el comercio de señoritas ingresa fortunas a los puertos del Plata. Fuertes mitos patriarcales se ciernen sobre una población cosmopolita y es tiempo de luchas a todo o nada.
En medio de la investigación de un agente privado del gobierno, sobre el crimen de un diputado nacional, nacen tres historias de amor con complejos desenlaces. Tres triángulos amorosos en cuya definición se pondrán en juego ideales y pecados.
El campo, la ciudad y el arrabal trenzados en una impostergable necesidad de síntesis en la búsqueda de su propia identidad. Una incursión apasionante en la realidad argentina de principios del siglo XX, aportando el indispensable heroísmo que revitaliza el sentido de vivir.
Edición con Glosario de términos lunfardos, gauchescos, expresiones idiomáticas, referencias geográficas, históricas, biográficas y costumbristas del Rio de la Plata y el interior de Argentina en 1921.
Nota Preliminar sobre "El habla de los argentinos"
Novela editada en Argentina y Estados Unidos. Formatos papel, digital y electrónico.
***
Páginas del libro... del Capítulo "La Misión"
Los paisanos habían salido de Punta Brava el
día anterior y ya era hora de hacer una parada antes de tomar el camino a
Mendoza. Un fuego al costado del ganado que descansaba bajo los árboles, era el
centro de reunión de los peones de la estancia del comisario Algañaraz. Después
de la guerra en Europa, el comercio ganadero era la mayor fuente de ganancias
para los latifundios argentinos, y de mayor pobreza para la peonada.
Rivera se acercó respetuosamente. Antes de bajar de su zaino, saludó y pidió el
visto bueno para arrimarse a compartir la mateada y el asado. Pasado un rato en
el que se pusieron al tanto de dónde venían y hacia dónde iban unos y otros, el
guapo trazó en la tierra un mapa, para apoyar en él, el peso de sus palabras.
- Esta zona en
la que están ustedes, es clave y se la disputan todos. Al sur, en Santa Fe,
Castellanos impuso la chacra, y los
dueños de esas chacras son venidos de la misma tierra que algunos de ustedes. Y
si nos son dueños, son arrendatarios.
Al oeste, en Mendoza tienen el poder los Lencina, que al principio eran
amigos de los conservadores, y ahora son amigos de los chacareros y del Senador
para quien trabajo. El Senador es amigo nuestro.
Una voz que destilaba rencor, salió como
erupción de lava, de entre medio del paisanaje.
- ¡A nosotros
no nos dice nada su Senador! ¡Son todos unos vendidos!
Rivera clavó su cuchillo en la tierra y trazó
unas líneas mientras escuchaba a aquel hijo de inmigrantes españoles, explotado
como la mayoría de los asalariados de las estancias. Luego, mirándolo muy a los
ojos, respondió:
- Puede
ser. El que es mi patrón, es de ley, y
para demostrar lo contrario tendrá que haber estado teniéndole la vela en más de una ocasión el compadre.
Un murmullo de alarma corrió entre los
paisanos. Y, como el que calla otorga, Rivera continuó:
- Entonces,
como les iba diciendo: si ustedes le tienen miedo a su patrón, es porque bien
no los trata, y no debe ser fácil llegar a un acuerdo con él, ni en el cobro,
ni en las horas que le trabajan.
Nuevamente el silencio, le otorgó la razón al
guapo. Los ojos de aquellos hombres, fijos en él, reflejaban el fuego que
lentamente asaba unos churrascos. Parecía que el ardor de sus sentimientos
ignorados desde siempre, asomaba a sus miradas.
- Mi patrón es
el Senador de quien les hablo, y me ha enviado para estos lares a abrirle los
ojos al gauchaje. En Mendoza ya se ha hecho la ley para que nadie los obligue a
trabajar más de ocho horas, y si lo hace… las tiene que pagar.
Los comentarios
por lo bajo recorrían la peonada, y aunque mostraban desconfianza e
incredulidad, no se animaban a armar las frases que les venían a la boca. ¡No
fuera a ser cosa que el nuevo se encabritara
y le abriera la panza a alguno! Como los animales, que huelen el riesgo
y se mantienen aparentemente sumisos, se acomodaban de nuevo en sus asientos
improvisados entre ponchos y piedras.
- Además de
eso, ya no se arregla a nadie con la papeleta. Eso les valió para nuestros
padres. No les vale de nada con ustedes. ¡Nadie es dueño de ustedes! Y al que
le trabaje toda la vida, a ése el patrón le tendrá que pagar hasta que se vaya
de este mundo.
- ¡Basta amigo! - vociferó un grandote - ¡No nos tome por ebrios ni por dormidos!
¡Le han de pagar muy bien pa’ que ande por la tierra engañando giles!
- ¡Al fin saltó el más
lanzado entre todos ustedes! Se nota que anduvo por la ciudad. Con usted no voy
a discutir. En usted voy a confiar, para
que les limpie el entendimiento a estos otros.
Más que por la palabra, aquellos hombres se asimilaban
por la fuerza de las intenciones y la intuición de la nobleza en sus almas.
Rivera se levantó y los paisanos se abrieron en un amague
de retirada. Guardó el cuchillo lentamente
y le extendió la mano al único contestatario.
- ¿Cuál es su gracia?
- Lucero,
Pedro. Pero primero va a tener que
convencerme a mí.
- Lleguesé a
Mendoza y vealó a Ruperto Lencina. Él le va a mostrar lo que ahora no ve. A la
vuelta, nos volvemos a juntar. Si alguno sabe leer, déle una ojeada a algún
boletín o a los periódicos, que ya no son cosa de ricos.
- ¡Le
garanto que a los anarquistas no los queremos! Ya tuvimos la muestra hace un tiempo. Nos
pintaron todo de colores y después ¡cayeron como treinta con la policía! ¡Es
seguro que los hicieron boleta ! De ninguno sabemos algo - rebuznó el más viejo, desde el fondo.
- Y a nosotros
¡se nos empeoraron las cosas! - confirmó Lucero.
- Si usté viene
por el Socialismo y nos quiere poner contra el gobierno, ¡van a volver a
cagarnos a palos! - protestó otro de entre sus harapos.
Rivera levantó el pecho y sentenció:
- A palos los
va a cagar su propio capataz, si no se atrincheran en un sindicato. Llamenló
como quieran, pero tengan en cuenta lo que digo: se está peleando para que
cualquier gobierno que suba, el que sea, tenga que entenderse con los sindicatos.
- Y usté,
compadre, ¿en cuál sindicato se atrinchera? - desafió el más robusto, con voz grave - ¿Quién nos dice que no lo manda el
Peludo para barrernos como paja seca ni bien mostremos la hilacha?
- Lo que les
hablé, es lo que es. Lo demás, no es mi asunto. Hasta la vista.
No se dijo una sola palabra más. El guapo
caminó dándoles la espalda y montó su zaino.
Se alejó despacio, hasta desaparecer en la
bruma de la noche, dejando en claro que no le temía a nadie que quisiera
acuchillarlo en la retirada.
***
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